Gustave Courbet:
el sueño de La Comuna.
Han transcurrido 140 años desde la derrota en
Francia de la primera gran revolución social moderna: La Comuna. Sin embargo,
como se clamaba durante la conmemoración de su primer centenario en las calles de Paris, La Comuna no ha muerto.
Acontecimiento vivo, jalonado este año 2011 en Francia por decenas de
actividades en ciudades, barrios y pueblos (actividades que frecuentemente
concluían con el vibrante canto de La Internacional) la gesta de La Comuna y el
fraternal recuerdo hacia quienes la
defendieron a sangre y fuego, forma parte de la memoria de todos los combates
posteriores por cambiar el mundo de base.
Excepcional referente de la posibilidad de “completa emancipación política y económica
de los trabajadores, la Comuna, causa del proletariado mundial, sigue viviendo porque encarna la causa de la revolución
social” (1). Reivindicada por el común, la fracasada revolución de
1871 constituye desde entonces estímulo
y lección para las más diversas corrientes del socialismo revolucionario.
Rescatar al Courbet militante, de profesión
pintor, delegado por el sexto distrito de Paris al Consejo de la Comuna y
artífice de la Federación de Artistas, parece también más que apropiado en
tiempos de flojera, deserciones y confusión. Nuevos tiempos en que incluso las
mejores gentes del ámbito cultural se resignan al corto (aunque necesario)
papel, de generosos compañeros de viaje,
que legitiman el apoyo a tantas causas de riesgo, aquellas que no encajan en el
andamiaje de la corrección política y el engrase del capitalismo realmente
existente.
Rescatar a Courbet es rescatar al
revolucionario que se definía escribiendo “no
solo soy socialista, sino también
demócrata y republicano, es decir, partidario de cualquier revolución”… y es también retomar el
trabajo de un pintor que forma parte por
derecho propio de la Gran Historia del Arte como artífice decimonónico de
aquellas rupturas ético-estéticas que deseaba capaces de representar lo esencial de su época.
Construyendo identidad como artista y como revolucionario.
“Ser capaz de representar las costumbres, las
ideas, el aspecto de mi época; ser no solo un pintor, sino un hombre, en pocas
palabras, hacer arte vivo, esa es mi intención” escribía Courbet en su catálogo
de 1855, ya inmerso en su desafío a la
Exposición Universal.
Quizá lo más apasionante en Courbet sea el
laborioso proceso de autoconstrucción que recorrió desde su nacimiento en 1819,
en el seno de una familia de propietarios rurales en el antiguo Franco Condado
y la incidencia que en su formación como persona y artista, tuvieron las
revoluciones de 1830 y 1848. Experiencias intensas que flanquearon la trayectoria que en el arte le
llevó a liderar el movimiento realista y en
política, a desempeñar una actividad comprometida y relevante en 1871 durante la
insurrección revolucionaria de la
Comuna.
Ornans, próximo a Besançon, fue la pequeña
patria del primogénito de una familia ilustrada, con plena conciencia del ser ciudadano y partícipe en el
derrocamiento del Antiguo Régimen (abuelo jacobino y padre republicano). El
ejemplo materno junto al de sus cuatro hermanas, contribuyó a su primera
construcción de un tipo femenino positivo de “mujer laboriosa, de sensualidad
contenida, trascendida en romanticismo y picardía” (2). La disidencia respecto a la entronización borbónica de Luis
Felipe (Luis XVIII) en 1815, debió pues impregnarle desde su infancia.
Del padre admiró el joven Courbet la honradez
y el espíritu filantrópico, además de la confianza en el progreso técnico y la
conveniente distribución igualitaria de sus logros. Impregnado por el paisaje
regional y atento a los cotidianos avatares de sus convecinos, el realismo de
Courbet se incubó entre valores familiares y la mirada atenta y el oído
despierto con que vivió su adolescencia rural.
En cuanto al aprendizaje pictórico también lo
realizó en la región, en el taller de Flajoulot, discípulo de David,
continuando allí hasta el año 1839 en
que se trasladó a Paris.
Tenía entonces veinte años.
El joven Courbet encontró un Paris que
era un hervidero de cambios, una ciudad crisol de crisis social y cultural.
En el ámbito artístico de mediado
el siglo XIX, Paris se convirtió en la
capital de Europa en la que dos corrientes se disputaban la hegemonía: los
neoclásicos, discípulos de David, admiradores del arte heroico de la Antigüedad
clásica y su bagaje de armoniosas perfecciones y los románticos, como Delacroix
y Géricault, imaginativos, fogosamente coloristas y en cierto sentido,
mitómanos del exotismo. Las dos tendencias, bien asentadas en los Salones, se
amaneraban en manos de los epígonos; con intuitiva reacción Courbet tomará
pronto distancias incluso de quienes inicialmente se sintió más próximo, los
románticos, que ya se encontraban en pleno deslizamiento esteticista.
En pocos años de búsqueda y
tanteos, Courbet se posicionó pues contra los referentes pictóricos instituidos,
cultivando un protorrealismo costumbrista (autorretratos, retratos familiares…)
realizado sobre formatos pequeños que le
abrirán por primera vez en 1844, las puertas del Salón, al que volverá en 1846
y 1847, con el retrato de Baudelaire.
Durante ese tiempo, la nueva
situación social pareja al desarrollo en Francia de la Revolución Industrial y
la diversificación de organizaciones obreras y artesanales, llevará a Courbet a
proclamar la necesidad del compromiso y declararse “partidario de los socialistas de todas las sectas”. El período
presto a precipitar en la Revolución de 1848, modelaba en Gustave Courbet un
estado de “disponibilidad”, ese que en palabras de Lowy “puede llevar a un intelectual a romper con su clase o con la primera
clase con que se había identificado; ruptura que produce una situación (…) que
puede conducirle a la adhesión intelectual a otra clase” (3). En esos años de gradual emergencia
del protagonismo obrero y nuevas posibilidades abiertas a su organización,
acción y teoría, Courbet (como un minoritario pero significativo sector
progresista de su generación en toda Europa) fue uno de los adherentes a las razones
socialistas.
Correlato en el campo del arte
fueron las nuevas perspectivas, tan libres como inciertas, que el derrocamiento del Antiguo Régimen
había abierto para pintores y escultores desde 1789. La desaparición del corsé
protector de los gremios y su jerárquica organización piramidal fue a la par
con la diversificación-mutación de la clientela tradicional: monarquía,
aristocracia, iglesia.
Rotos los gustos antaño cristalizados
y surgida una nueva clientela de clases medias nacidas de la extensión de la
Revolución Industrial, todo empezó a cambiar y sin embargo “ para el hombre de negocios, el artista era
poco más que un impostor que pedía precios absurdos por algo que apenas si
podía considerarse un trabajo honrado (…) Aunque las nuevas condiciones
tuvieron su compensación, la amplitud del terreno en que escoger y la
independencia respecto a los antojos de los clientes (…) abrió un campo de
libertad e inseguridad” (4)
La ética política que el linaje
jacobino-republicano permitió a Gustave Courbet ubicarse dignamente durante sus
primeros años parisinos, mutó pronto en una ciudad en que sociedades secretas y
clubs revolucionarios se multiplicaban (más de 600 entonces), el prestigio de
insurgentes incombustibles como Blanqui era enorme y la reciente publicación por Proudhon de ¿Qué es la propiedad? constituía
referente obligado del nuevo debate social.
Además, el protorrealismo de
Courbet le situaba como pionero en el espacio cultural abierto tras el inicio
de la deriva de la segunda generación de neoclásicos (“David c´est fini”) y románticos-parnasianos. Courbet amplió sus
amistades (en Francia el crítico Champfleury y poco después el marchante holandés
Van Wisselingh). Su viaje a Holanda en 1847 despejó su horizonte (deslumbrado
por Rembrandt), reforzando su concepción del realismo tras el estudio de la
pintura holandesa de los dos siglos anteriores y transformando, también, su primer
concepto de tipo femenino basado en la citada sensualidad contenida (2) para
complejizarlo evolucionando desde el desnudo Dormeuse (1845) al de La
blonde endormie, que ya desbordaría ampliamente los presupuestos de
neoclásicos y orientalistas.
La revolución de 1848.
El ideario jacobino-republicano
que básicamente sustentó al Courbet progresista hasta entonces, estalló
definitivamente ese año como un traje demasiado pequeño, cuando a la magnífica revolución de febrero sucedió
la sucia revolución de junio.
En palabras de Marx, “La revolución de febrero fue una revolución
magnífica, gozaba de la simpatía general dado que las contradicciones que más
tarde surgieron de ella se encontraban aún en estado latente y la lucha social
que constituía su base era todavía de carácter verbal. La revolución de junio,
por el contrario, fue una revolución “repugnante”, porque la acción reemplazó a
la frase, porque la propia república descubrió la cabeza del monstruo arrancándole
la corona que la ocultaba (…) En junio, los obreros parisinos fueron aplastados
por un enemigo mucho más fuerte (…) el efímero triunfo de la fuerza bruta ha
disipado todas las ilusiones de la revolución de febrero, ha mostrado la
disgregación del antiguo partido republicano, la división de la nación francesa
en dos partes: la nación de los poseedores y la nación de los obreros. En
adelante, la república tricolor no tiene más que un único color, el color de
los vencidos, el color de la sangre. Se ha convertido en la república roja” (5)
A partir de entonces, el partido
de Courbet será, sin vacilaciones, esa república roja y su recorrido como
artista y militante le llevará, 23 años más tarde, a la adhesión y defensa de
la Comuna de París.
En 1848 abrió sus puertas la
Brasserie Andler, en la calle Hautefeuille (6º distrito), epicentro crítico en
que se gestó el nuevo movimiento realista; alternaban allí gentes como Proudhon
y Baudelaire, pintores como Corot, Daumier y el propio Courbet, además de
críticos (Champfleury) y también coleccionistas (Alfred Bruyas). Courbet, que
durante los años anteriores se había ocupado en reflejar el mundo pequeño
burgués en retratos y cuadros de costumbres “a la holandesa” se resituaría tras el 48 en nuevas
coordenadas derivadas del deseo de nutrir su pintura con valores popular-proletarios y en palabras de
Clark (6) “posicionándose ante un público doble, uno al que dirigirse (el que
considera afín) y otro al que asume como antagonista”.
Se abrió pues a un ciclo de
ruptura y búsqueda, que proclamó con el abrupto “¡hay que encanallar el arte!”
y efectivamente lo hizo con cuadros como Sobremesa en Ornans, de
grandes dimensiones propias del “cuadro de historia” y atmósfera rural en que
junto a Courbet y su padre, sentados en modesto comedor, alguien enciende la
pipa mientras un músico callejero se ocupa en su violín. La Sobremesa obtuvo el segundo
premio en el ambiente propicio del Salón de 1848, pero fue denostado por Ingres:
“¡otro revolucionario que será un ejemplo
desastroso!”
Al año siguiente, cuadros también
“encanallados” como Entierro en Ornans
y Los picapedreros, se expondrían con
éxito en Frankfurt del Main pero al siguiente, 1850, la regresión al Segundo
Imperio enrancia el gusto del poder y en el primer Salón Imperial de 1853,
Napoleón III la emprende a fustazos
contra su cuadro Las bañistas…escandalizado
ante un desnudo de mujer campesina (y por tanto… nada charmante, a los ojos del emperador y su reestrenada corte).
De los veinte años siguientes
retendremos de Courbet su pintura, siempre oscilante entre el antagonismo y el
fraternal testimonio de los avatares cotidianos de los vencidos y sus paisajes,
también sus poderosos desnudos femeninos… frecuentemente polémicos
(escandalosos para el decadente Gautier, moralizantes para Proudhon, fascinantes
siempre: La mujer del papagayo, El sueño,
las tres bañistas…). Retendremos también su desafío al tinglado artístico
oficial (rechazó participar en la Exposición Mundial de 1855 y montó un
barracón anexo con ayuda de Bruyas, donde expuso con gran éxito sus cuadros
como estandarte del realismo y el rechazo a la academia) y su amistad con
Proudhon y familia y diversos círculos revolucionarios. Pintó a Proudhon, sus
hijos y a su esposa y el mismo revolucionario le citaría frecuentemente en sus
escritos sobre arte al defenderle como un modelo de enraizamiento social y
alabar la función del arte como “defensa
de las ideas, conciencia del siglo y
estado de la sociedad”.
1871. Courbet y la Comuna.
El impulso patriotero que
alimentó la aventura bélica de Napoleón III frente a la Prusia de Bismarck, se
saldó con el fracaso militar y político. El imperio se desmoronó y de nuevo se
proclamó la República como resultado de la revolución parisina del 4 de
septiembre de 1870.
República burguesa, impotente
ante el adversario, asediada por batallones obreros armados y decididos a
defender Paris, pero cuyo Gobierno capituló a inicios de 1871, cediendo Alsacia
y Lorena y aceptando el pago de 5000 millones de francos como indemnización de
guerra. Sin embargo, ese mismo Gobierno sacó pecho frente al movimiento obrero
y popular decretando el desarme de la Guardia Nacional y ensayando imponerlo
mediante el despliegue de tropas. Días después “Paris se movilizó como un solo hombre
para la resistencia y se declaró la guerra entre París y el Gobierno francés, instalado en Versalles” (7).
El 26 de marzo fue elegida la
Comuna de Paris que se proclamó el 28.
Courbet, elegido por el 6º
distrito al Consejo de la Comuna, fue asignado a la Comisión de Enseñanza y
elegido presidente de la Comisión de Artes. Había solicitado la demolición de
la Columna Vendôme, símbolo de la victoria napoleónica y escrito a los artistas
alemanes: “dejadnos vuestros cañones
Krupp, los fundiremos junto a los nuestros (y con ellos…) erigiremos un nuevo
monumento en la Plaza Vendôme, una colosal columna que será tan nuestra como
vuestra, la columna de los pueblos” (8).
Como comunero Courbet impulsó la
Federación de Artistas, reforzando la embrionaria asociación que desde mediados
de los 60 agrupaba a quienes se posicionaban contra el imperialismo artístico y por el derecho a exponer. Más de 400 acudieron a la convocatoria de
Asamblea Fundacional que agruparía a artistas de todo oficio (Bellas Artes y
Artes Decorativas).
La Federación, impregnada del
espíritu de la Comuna, decretó la enseñanza gratuita en todos sus niveles, la
libre difusión de las producciones artísticas frente a las tutelas
gubernamentales y la supresión de partidas presupuestarias de mantenimiento de
las estructuras burocráticas de las Escuelas de Roma, de Atenas y de la Antigua
Escuela de Bellas Artes.
En el ámbito organizativo, La
Federación de Artistas instituyó la igualdad de derechos entre sus miembros y la
elección democrática de su representación mediante un comité elegido y
revocable, instrumento de solidaridad y
unidad de acción.
Durante el debate en torno a la
constitución de un ejecutivo del Consejo de la Comuna (el Comité de Salud
Pública) Courbet se alineó con La Minoría
del Consejo. La Minoría agrupaba
a militantes más sensibles ante el desarrollo de medidas sociales y partidarios
de métodos no autoritarios, los propios de la democracia socialista. Fueron así
quienes defendieron con más vigor un gobierno directo del pueblo para el pueblo
y se opusieron al modelo de ejecutivo defendido por jacobinos y blanquistas,
que Courbet consideró anticuado y nostálgico del 1789 (escribía: “empleemos los recursos nuevos del
movimiento socialista, los propios de nuestra revolución”). Los
minoritarios agruparon a
internacionalistas como Fränkel, Serraillier, Pindi, Varlin…y también a
socialistas sin partido como Valles y Ostyn (9).
Derrotada la Comuna, Courbet fue
detenido el 7 de junio de 1871 y sometido a Consejo de Guerra. Probablemente
por su rango como artista ya reconocido en los Salones y en Europa (el mismo Napoleón
III le había ofrecido la Legión de Honor, que Courbet rechazó alegando su
ideario socialista y republicano) y por su propia actividad en la Comuna
(artístico-educativa, no armada) fue solo condenado a seis meses de cárcel y
500 francos de multa.
Sin embargo, dos años después,
Mac-Mahon, nuevo presidente de la república, propuso la reconstrucción de la
columna Vendôme imputando a Courbet los gastos de la obra.
Embargado y condenado a pagar
10.000 francos anuales durante 33 años, Courbet arruinado se exilió a Suiza.
Allí murió el 31 de diciembre de 1877.
Hace pocos años, la gran exposición
conmemorativa de la Comuna en el Museo d´Orsay de Paris concluía con sus dos magníficos cuadros de
truchas recién pescadas, en última sacudida agónica. Fueron pintados por
Courbet en 1873 y se imponían como punto y aparte tan trágico como esperanzado,
tanto como las palabras de Marx en La
Lucha de Clases en Francia: “la
Revolución ha muerto. Viva la
Revolución”.
(1).
Lenin
(1911) “A la memoria de la Comuna”, en Obras V.I.Lenin. Moscú. Progreso.
(2). Sandra
Pinto (1973) “Courbet”. Barcelona. Toray
(3). Michael Lowy (1973) “La teoría de la revolución en el joven Marx”.
Madrid. Siglo
veintiuno.
(4).Ernst H. Gombrich (1984) “Historia del Arte”. Madrid. Alianza Forma
(5). Riazanov. “Marx-Engels”, cita amplia de artículo fechado el 28 de
junio de 1848. Madrid.1975.Comunicación.
Marx.
“La lucha de clases en Francia”. Madrid. Ayuso, 1975
(6).Clark TJ. “Gustave Courbet”. Barcelona. G. Gili, 1981(última reedición
2011, en Francia).
(7).Engels. Introd. La Guerra Civil en Francia. Pekín. Ediciones en Lenguas
Extranjeras, 1978.
(8 y 9). Bernard Noël.
Dictionnaire de La Commune (I y II). Flamarion,
1978
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